"...Creo en todas las escusas.
Creo en todas las razones.
Creo en todas las alucinaciones.
Creo en todas las mitologías, recuerdos, mentiras, fantasías, evasiones.
Creo en el misterio y en la melancolía de una mano, en la gentileza de los árboles, en la sabiduría de la luz."

Creo (fragmento final. J. G. Ballard)

jueves, 29 de abril de 2010

domingo, 4 de abril de 2010

Las siete maravillas del mundo antiguo

Las Siete Maravillas del Mundo (de arriba a abajo y de izquierda a derecha): la Gran Pirámide de Gizeh, los Jardines colgantes de Babilonia, el Templo de Artemisa en Éfeso, la Estatua de Zeus en Olimpia, el Mausoleo de Halicarnaso, el Coloso de Rodas y el Faro de Alejandría.
La lista clásica se basa en un breve poema de Antípatro de Sidón hacia (125 a. C.) o Antípatro de Tesalónica (entre 20 a. C. y 20 d. C.) en el que el poeta alaba las Siete Maravillas del Mundo. Esta lista originalmente mencionaba la Puerta de Istar en las murallas de Babilonia en vez del faro de Alejandría. Relatos posteriores efectúan dicho reemplazo.
Sin embargo, se conservan referencias de otras listas anteriores realizadas por el historiador Heródoto, o el ingeniero Filón de Bizancio, aunque sus escritos no han perdurado, excepto como referencias.
En otros texos son los Jardines Colgantes de Babilonia los que no figuran, estando en su lugar las murallas de la misma ciudad.
Todas son construcciones humanas y que los griegos pudieran admirar. No se recoge ninguna maravilla natural ni ninguna ruina, por majestuosa que ésta fuera. En parte es por eso que se habla de una octava maravilla del mundo: la torre de Babel, el zigurat de Babilonia; pero este edificio estaba en ruinas cuando llegaron los soldados de Alejandro Magno y la lista de maravillas data de años después. Esta posibilidad de una maravilla más ha contribuido a acuñar la frase Octava Maravilla del Mundo para denominar a una obra humana excepcional que se adelanta a su tiempo o muy significativa.
Estas maravillas, ordenadas según la época de su construcción, son las siguientes:
La Gran Pirámide de Gizeh. Terminada alrededor del año 2570 a. C., fue construida por el faraón Keops. Ubicada en Gizeh, Egipto, es la única de las siete maravillas que aún se puede contemplar.
Los Jardines Colgantes de Babilonia. Construidos en 605 a. C.-562 a. C. Ubicados en la ciudad de Babilonia, actual Iraq. Perduraron hasta no más allá de 126 a. C., cuando la ciudad fue destruida definitivamente por los partos.
El Templo de Artemisa en Éfeso (actual Turquía). Construido hacia 550 a. C. y destruido por un incendio intencionado en 356 a. C., Alejandro Magno ordenó su reconstrucción, culminada tras su muerte en el año 323 a. C. Este nuevo templo, que debe ser considerado como el incluido dentro de la lista de las maravillas, fue destruido a su vez por los godos durante un saqueo en el año 262.
La Estatua de Zeus en Olimpia. Esculpida hacia 430 a. C. por Fidias. Ubicada en el interior del templo dedicado al propio Zeus en Olimpia, Grecia, desapareció entre 393, año en que el emperador Teodosio el Grande prohibió el culto pagano, y 426, en que Teodosio II ordenó la demolición de los monumentos de Olimpia.
La Tumba del rey Mausolo en Halicarnaso. Construido hacia 353 a. C. y situado en la ciudad griega de Halicarnaso, actual Bodrum (Turquía). Se mantuvo en pie a lo largo de los siglos, pero una serie de terremotos hizo que hacia 1404 ya hubiera quedado reducido a ruinas.
El Coloso de Rodas. Construido entre 294 a. C. y 282 a. C. Ubicado a la entrada del puerto de la ciudad de Rodas en la isla de Rodas, Grecia, fue derribado por un terremoto en el año 223 a. C., por lo que fue la más efímera de las maravillas.
El Faro de Alejandría. Construido entre 285 a. C. y 247 a. C. en la isla de Pharos, en Alejandría (Egipto), para guiar a los navíos que se dirigían al puerto de la ciudad. Al igual que la tumba de Mausolo dio nombre genérico a todos los grandes monumentos funerarios que la siguieron, la torre de Faros (Pharos) hizo lo propio con las torres de señales para la navegación. El Faro perduró hasta que los terremotos de 1303 y 1323 lo redujeron a escombros; en el año 1480, sus restos fueron reutilizados en la construcción de una fortaleza cercana.

viernes, 2 de abril de 2010

La leyenda del ajedrez


La invención del ajedrez se ha atribuido, entre otros, a los hindúes,  árabes, persas, egipcios, babilonios, chinos, griegos, romanos, judíos, araucanos, castellanos, irlandeses, italianos y galos. Las lagunas históricas acerca de su origen contribuyeron al florecimiento de diversas leyendas, entre ellas podemos destacar la del joven Lahur Sissa.
Cuenta la leyenda, que hace mucho tiempo reinaba en cierta parte de la India un rey llamado Sheram. En una de las batallas en las que participó su ejército perdió a su hijo, lo que le dejó profundamente consternado. Nada de lo que le ofrecían sus súbditos lograba alegrarle.
Un buen día un joven y modesto brahmán llamado Sissa, que había viajado durante treinta días desde una pequeña aldea, se presentó en la corte y solicitó una audiencia al monarca. Pedía verlo para entregarle un modesto presente que, según él, lo sacaría de su tristeza, le brindaría distracción y abriría en su corazón grandes alegrías. El rey aceptó y le concedió un encuentro, y Sissa le presentó un juego que, aseguró, conseguiría divertirle y alegrarle de nuevo. Se trataba de un ajedrez. El rey quedó sorprendido con aquellas variadas piezas que representaban lo más parecido a un reino que había visto jamás sobre una mesa: allí estaban los peones, los caballos, los alfiles, las torres, el rey y la reina.
Después de entregarle un gran tablero con 64 cuadros y situar las piezas, le explicó las reglas y los avatares del juego, tras lo cual comenzaron a jugar. El rey, maravillado, jugó y jugó y su pena fue desapareciendo. Sissa lo había conseguido.
Sheram, agradecido por tan preciado regalo, le dijo a Sissa que como recompensa pidiera lo que deseara. Éste rechazó esa recompensa, pero el rey insistió y Sissa pidió lo siguiente:
Deseo que ponga un grano de trigo en el primer cuadro del tablero, dos, en el segundo, cuatro en el tercero, y así sucesivamente, doblando el número de granos en cada cuadro, y que me entregue la cantidad de granos de trigo resultante.El rey se sorprendió bastante con la petición creyendo que era una recompensa demasiado pequeña para tan importante regalo y aceptó. Mandó a los matemáticos más expertos de la corte que calcularan la cantidad exacta de granos de trigo que había pedido Sissa, es decir:
1 + 2 + 4 + 8 + …
Cuál fue su sorpresa cuando, después de efectuar los pertinentes cálculos matemáticos, éstos le comunicaron que era del todo imposible entregar esa cantidad de trigo, ya que, según estimaciones de sus ministros, suponía plantar toda la superficie de la India durante varios cientos de años para recoger semejante número de granos. La cantidad total ascendía a:
18.446.744.073.709.551.615 granos de trigo
El rey, al enterarse del resultado, se quedó de piedra. Pero en ese momento Sissa calmó al monarca y a sus ministros y renunció al presente. El joven tenía suficiente con haber conseguido que el rey volviera a estar feliz, y además había ofrecido a todos los sabios una lección matemática que nadie esperaba. Para terminar, llamó la atención del Monarca con estas palabras:
Los hombres más precavidos eluden, no sólo la apariencia engañosa de los números, sino también la falsa modestia de los ambiciosos. Infeliz aquel que toma sobre sus hombros los compromisos de honor por una deuda cuya magnitud no puede valorar por sus propios medios. Más previsor es el que mucho pondera y poco promete.Estas inesperadas y sabias palabras quedaron profundamente grabadas en el espíritu del Rey. Olvidando la montaña de trigo que, sin querer, prometiera al joven brahmán, lo nombró su Primer Ministro. Cuenta la leyenda que Sissa orientó a su Rey con sabios y prudentes consejos y, distrayéndole con ingeniosas partidas de ajedrez, prestó los más grandes servicios a su pueblo.